Buscar
"El retrato de Dorian Gray": maniáticas de la belleza
- Jazmín Varela
- 7 feb 2017
- 3 Min. de lectura
Precursor del esteticismo, el irlandés Oscar Wilde escribió esta famosa novela, mezcla de fantasía, drama y misterio, adornada con un lenguaje quizás en exceso detallista y poético.
La belleza está presente incluso en la trama: Dorian Gray es un joven influido por un pintor que, al tomarlo como modelo para retratar su imagen, le enseña cuan grande y mágico es el poder de su juventud.

El muchacho, dueño de un rostro privilegiado, decide vender su alma al Diablo, con tal que este le permita la eterna juventud.
Aunque el correr de los años no consigue manifestarse en Dorian; hay un lugar donde se depositan, convirtiéndose en la perdición de nuestro protagonista...
La belleza es un fin perseguido desde los orígenes de la sociedad. En cada período la percepción de la misma fue variando, siendo condicionada por diversos factores, modificados a su vez por las distintas características políticas, culturales, e incluso climáticas (entre otras) que rigieron dichos períodos.
A continuación veremos algunas mujeres de la historia que no hubieran tenido problemas en "vender su alma" por mantener su belleza.
El renacer de la opulencia
María Antonieta fue conocida por llevar un estilo de vida en exceso ostentoso. La soberana francesa mantenía a la perfección su imagen de elite; no podía ser vista en sociedad dos veces con el mismo vestido. Por esto cambiaba su look tres veces al día. Con la compra de más de 1000 vestidos al año, María sobrepasó su presupuesto considerablemente; generando recortes en otros fondos del Estado.
Para añadir más resentimiento al hambriento pueblo, la reina también se daba "pequeños" gustos en accesorios. Siempre sumaba zapatos, guantes y sombreros a su guardarropas; el cual ocupaba tres habitaciones del Palacio de Versalles. Todo eso sin contar los maquillajes y perfumes de exportación, que la reina utilizaba para retocar su imagen final.

Hay que reconocer que su percepción de la belleza era muy particular y que por conservarla realizaba hábitos extraños, como aplicarse cebolla alrededor de los ojos.
Lo más irónico es que cuanto más esmero ponía la soberana en perfeccionar su imagen, más la ocultaba ; puesto que pocos conocían a la verdadera María, bajo esos voluptuosos vestidos, peinados falsos y excesivos maquillajes.
Un sol sin sombra
Elizabeth I, la última de la dinastía Tudor, fue una mujer obsesionada con ser la más bella de todas. Envidiosa y competitiva, la soberana anglosajona no solo resaltaba sus atributos, sino que impedía a las mujeres que la rodeaban resaltar los suyos. Por ejemplo, sus damas debían vestir exclusivamente colores claros y apagados, como el blanco y el gris, para no opacar los trajes de la reina. También se remarca el gran cariño que tuvo la mujer con los dulces, cuyo consumo cotidiano llenó su boca de caries, rompiendo algunos dientes. Por esto, la mujer exigió a sus servidores que pintaran los suyos de negro.

Elizabeth mantuvo siempre su imagen en los mismos parámetros: cabellos rojos, contrastantes con una piel pálida. Para lograr ese efecto empleaba maquillajes hechos a base de plomo y vinagre, lo cual con el tiempo generó importantes estragos en su piel. Sin embargo tenía una obsesión por mantener esta palidez, así que en vez de reducir el uso de estos maquillajes, empleaba cada vez más cantidad. Para empeorar su pobre tez, Elizabeth también utilizaba cremas con azufre y mercurio, con las cuales eliminaba sus pecas.
La hija de Ana Bolena completaba su imagen vistiendo opulentos trajes que no solo estaban fabricados con las mejores telas, sino que de detalles incluían piedras preciosas como diamantes y safiros.
La condesa sangrienta
El caso más perturbador es, sin dudas, el de Elizabeth Báthory, condesa húngara, a quien se le atribuye el asesinato de más de 650 jóvenes.
La personalidad caprichosa de Elizabeth, propia de su vida de aristocracia; la soledad al contraer un matrimonio pactado y su exagerado y obsesivo amor propio; desencadenaron la aplicación de métodos enfermizos para conservar su tan apreciada belleza.
El elemento principal de estos rituales era la sangre; pero no de cualquier fuente, sino la proveniente de jóvenes de edades entre 12 y 18 años.

Comments